Alejandro Gil: ¿traidor a la patria o chivo expiatorio de la dictadura de Cuba?
El régimen lo exhibe como ejemplo de castigo, mientras mantiene el monopolio absoluto y una élite que se reproduce sin rendir cuentas
La detención del exministro de Economía y Planificación de Cuba, Alejandro Gil Fernández, plantea una interrogante tan antigua como la política cubana: ¿estamos ante un verdadero combate contra la corrupción o simplemente ante un espectáculo para mantener el poder centralizado bajo la imagen de una gestión firme?
Gil, destituido en febrero de 2024 y sometido a dos procesos judiciales, cuya Fiscalía pide penas de hasta cadena perpetua por cargos que van desde espionaje hasta malversación, se ha convertido en el rostro visible de lo que quienes siguen de cerca el sistema describen como un simulacro de rendición de cuentas.
Durante años, Gil fue uno de los hombres de mayor confianza del régimen de Miguel Díaz-Canel, encargado de lanzar reformas económicas que terminaron por ahogar aún más a una economía ya colapsada. Su caída es la mayor de un alto cargo cubano por corrupción en décadas.
No obstante, la velocidad con que se abrió el caso y la discreción con que se mantiene el proceso han alimentado la sospecha de que Gil no es más que un peón sacrificado para encubrir un sistema donde la riqueza, el poder y la impunidad permanecen en manos de la misma cúpula.
El régimen está montando un escenario donde parece castigar la corrupción, al tiempo que evita revelar que la corrupción es el sistema. Una nota oficial del vocero estatal señaló que “en Cuba no hay fuerzas represivas ni un sistema judicial corrupto”, en medio de un escándalo que prueba lo contrario.
Pero ese discurso se estrella con la realidad: ministros anteriores, funcionarios provinciales, jerarcas del partido y familiares del poder concentran privilegios mientras el pueblo sobrevive entre apagones, escasez, salarios que no alcanzan y servicios públicos colapsados.
La detención de Gil se inscribe en un marco donde el poder se reproduce. No hay democracia electoral real, no hay separación de poderes y todos los procesos relevantes se deciden desde arriba. Gil no operó solo; sus cargos no podrían haberse cometido sin complicidades al más alto nivel. Los expertos consultados señalan que ningún ministro mueve recursos significativos sin la aprobación del Buró Político del Partido Comunista.
Mientras Cuba exhibe un “juicio” de la corrupción, la apariencia del respeto al imperio de la ley sirve como cortina de humo. En paralelo al caso Gil, circulan imágenes del presidente Díaz-Canel y su esposa, Lis Cuesta Peraza, vistiendo ropa de alta gama, accesorios de lujo y viajando en misiones protocolares, mientras la población sufre apagones de hasta 12 horas diarias, grave escasez de alimentos y la red eléctrica nacional se desploma.
Esta desigualdad flagrante alimenta la idea de que la supuesta transparencia es una imagen, no una práctica. Gil quizá pecó de imprudente, quizá de ambicioso, pero no de independiente.
Su caída parece responder más a una purga interna que a un esfuerzo genuino de limpiar el sistema. Las mismas estructuras que permitieron décadas de clientelismo y enriquecimiento ilícito siguen intactas. Por tanto, Gil no representa un cambio: representa lo que el sistema necesita sacrificar para no cambiar.
Alejandro Gil podría ser, en efecto, un traidor a la patria o simplemente un chivo expiatorio, pero lo relevante es el mecanismo. El régimen lo exhibe como ejemplo de castigo, mientras mantiene el monopolio económico, el control absoluto de los servicios públicos y una élite que se reproduce sin rendir cuentas. La tormenta de la acusación contra Gil sirve para que la tormenta real —la de la corrupción estructural— nos parezca un simple relámpago.



